jueves, 13 de noviembre de 2008

Cuento (triste) de otoño

92 días sin despacho.

Erase una vez, en un pueblo situado en las estribaciones de una cordillera montañosa, una octogenaria viuda, que había trabajado toda su vida con el objetivo entre otros de, llegada su vejez, disponer de lo suficiente como para pasar los días que le quedaran de vida sin demasiados apuros económicos.

A la muerte de su esposo, sus modestos bienes consistían en un piso en el centro del pueblo de nuestro cuento, más una nave en el polígono industrial, tasada en 360.000 euros. Dicha nave estaba alquilada a una empresa, de la que percibía la exorbitante cantidad de 700 (setecientos) euros mensuales… bien, digamos que con “cierta regularidad”.

Ella desconocía el hecho de que existía un contrato de arrendamiento, que apareció después de que enviudara, cuando hubo, digamos, “diferencias de criterio” con el arrendatario. Dicho contrato estaba firmado al parecer por el difunto, y un juez determinó que era legal y válido.

En la nave se habían realizado obras sin permiso de su propietaria y al parecer sin la preceptiva licencia de obras municipal. Peor aún, se había habilitado una parte como vivienda, cosa prohibida por las normas urbanísticas del pueblo de nuestro cuento, salvo que se destine a residencia del guarda o vigilante, lo que no es el caso aparentemente. La tal vivienda tampoco estaba, obviamente, legalizada en modo alguno.

Nuestra protagonista recurrió al Ayuntamiento, pero ya se sabe. La Administración no tiene alma, y es lenta, muy lenta. En casos como el que nos ocupa, hay que hacer requerimientos al arrendatario, emplazándole a que regularice lo regularizable, y concediéndole para ello un plazo.

¿Que la mujer denunciaba que se estaba utilizando la nave como almacén temporal de residuos de construcción? El Ayuntamiento (sin muchas prisas) enviaba un requerimiento en el que le concedía un plazo de “n” días para cesar en su ilegal actividad. Transcurridos los “n” días, si se producía una inspección, ya no había tales vertidos. Dicho en otras palabras, tales requerimientos servían para avisar al arrendatario de la cercanía de una inspección, con lo que cesaba en su actividad y limpiaba todo aquello… para, una vez realizada la visita, volver a sus “ocupaciones” (nunca mejor empleada la palabra)

Estando así las cosas, la situación económica de nuestra octogenaria y su familia fue empeorando, hasta que llegó una providencia de embargo de su vivienda.

Ella podía haber evitado ser lanzada a la calle vendiendo la nave, -y aún probablemente le habrían quedado unos eurillos para sobrevivir-, pero… ¿quién le iba a comprar una nave en esas condiciones, y menos en época de dificultades económicas?

Intentó negociar con el arrendatario. Nada de subida de la renta, que para eso tenía un contrato. Y comprarle la propiedad… pues, dado que esas cosas se rigen por la ley de la oferta y el abuso la demanda, le ofreció solo 90.000 euros, cantidad que no solucionaba su problema. Y, dados los no muy ejemplares antecedentes, aún podía dudar que terminara recibiendo dicha cantidad, al menos en plazo y forma.

La protagonista de nuestro cuento, enferma, en la miseria, y deprimida, se preguntaba si el Ayuntamiento del pueblo de nuestro cuento no podía hacer nada más. Como por ejemplo, proceder al precinto de la nave, en la que se estaban desarrollando actividades ilegales, y en la que se habían realizado obras sin licencia, después de mucho tiempo de “emplazamientos” e inspecciones.

Pruebas, había. Un informe de los Servicios Técnicos verificó la existencia de tres cocinas en el recinto habilitado como vivienda, lo que evidentemente no se correspondía con una única vivienda para un guarda, y aún esta circunstancia se podía probar de muchas otras maneras en caso necesario.

Finalmente, nuestra protagonista se preguntaba si no habría alguien en ese Ayuntamiento ficticio que tuviera un poco de corazón, y tratara todo este lamentable asunto con la máxima prioridad. Dentro de la más absoluta legalidad, por supuesto, pero teniendo el expediente en un lugar prioritario de su escritorio, para recordarle todos los días que tenía entre manos un asunto que no admitía ni una hora siquiera de demora, porque en la situación que he descrito, se trataba de una cuestión de SUPERVIVENCIA.

Este cuento no tiene final.

Menos mal que se trata de un cuento… (¿o no?)

…y que la acción no transcurre en Alpedrete (¿o sí?)

*  *  *

Hay movimiento en el edificio de Juventud. Parece que se está procediendo a realizar reparaciones en él, e incluso que se van a tomar medidas contra la empresa constructora, dado que la obra está aún en garantía, y que además no se ha devuelto el aval constituido, precisamente para responder ante la Administración en casos como este.

Seguramente todo esto se habría terminado por hacer igual sin nuestra denuncia pública.

¿Cuando?

Esa es la pregunta que queda en el aire.

3 comentarios:

J. G Centeno dijo...

Si no fuera porque usted lo aclara al final cualquier malpensado podría pensar, estimado don Francisco, que el pueblo del cuento podría ser Alpedrete. Pero es imposible, nuestro Ayuntamiento, regido por nuestra simpar y culta primera edil, nunca hubiera permitido una situación irregular como la que se describe en la nave de su cuento, "inregularidades" a cascoporro pero I-RRE-GU-LA-RI-DA-DES ni una, no sabe lo que son.

Anónimo dijo...

El pueblo del cuento no puede ser bajo ningún concepto Alpedrete, tenga Ud. en cuenta Sr. Castillo Gurpegui, que nuestro pueblo, está regido por la mejor Alcaldesa de la historia de Alpedrete.
¿Donde he leído yo esto?

De cualquier manera, quiera Dios, que nuestra Alcaldesa no lea este cuento tan triste, se líe a llorar y se olvide de la legalidad vigente.

De nuevo, gracias Sr. Castillo Gurpegui por informar a los lectores de este buen Blog.

Anónimo dijo...

agradezco mucho su trabajo Sr Concejal.
Y despues de agradecido me pregunto:
¿por qué debemos tener de candidato del PSOE a un señor de 30 años sin oficio ni beneficio y no a un SR como usted?
Gracias